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Yo no soy de aquí

  • Writer: Maria Isabel Villegas Monsalve
    Maria Isabel Villegas Monsalve
  • May 20, 2021
  • 10 min read

María Isabel Villegas Monsalve


A la tienda de Luis Diego siempre llegan todas las personas del barrio Belencito Corazón de la comuna 13 de Medellín. El dueño de la tienda es un personaje que conoce a todos los del barrio. Ha visto sus alegrías y tristezas, es amigo de muchos y no muy apreciado por otros; les fía a unos cuantos, seleccionados de solo una manera que él conoce, como si de una competencia se tratara. Les habla a las niñas bonitas y es amable con los viejitos. Es un hombre muy dispuesto, humilde, colaborador y muy preguntón, además de todo.


A esta tienda ha llegado por primera vez doña Blanca, luego de que arribara a Medellín hace unos ocho días con su esposo, Tulio Restrepo. Después de haber armado un rancho de dos piezas en un punto donde la vista es hermosa, pero, así como asombra por su encanto, asusta porque es un péndulo entre la vida y la muerte. Todos decían que su lote era el de más alto riesgo por estar al borde de un barranco, pero era el más barato y lo que había.


Blanca es una señora, no tan mayor, muy amable y carismática, con aires de un calorcito que contagia y que pareciera ser demasiado acogedora a pesar de haber nacido en tierras frías de Antioquia. Para dibujar a Blanca Cardona, hay que imaginar una testigo de un abrir y un cerrar del tiempo, un personaje que dista de ser estrafalario, es más bien sencillo, pero con una marca en sus ojos que refleja su pintoresca personalidad. Su rostro es una caja de gestos que se combina en una danza singular de la que participan su mirada, cejas, boca, pómulos y dentadura prodigiosa que dejaba al descubierto dientes grandes que reflejaban una alegría incomparable.


Su esposo no la acompaña el día de hoy, siempre han salido juntos por el barrio, pero él ya fue por el rebusque, porque la plata no escasea, simplemente no hay. Ella va donde Luis Diego; en el recorrido saluda a su vecina y amiga más cercana, doña Teresita, que siempre está parada en la puerta de su casa pendiente del que sube y del que baja. Blanca pasa al lado del grupo de jóvenes, que, aunque no le agraden del todo por esos comportamientos de “muchachos rebeldes”, desde que llegó al barrio, la saludan con una sonrisa y una que otra charla. Todo el tiempo ella mete su mano al bolsillo verificando que esa moneda de 200 no sea como esas traviesas que se desaparecen sin que exista un culpable que las robe; toca su bolsillo por encima de la tela de su vestido, mete su mano, siente el frío del metal en los dedos y se tranquiliza, la cambia de bolsillo, la lleva un rato entre sus dedos y vuelve a guardarla hasta que por fin llega.


Con la moneda entre el dedo pulgar y el índice se acerca para comprar tres plátanos, con los que a punta de milagros espera ajustar el almuerzo para cuando Tulio llegue.


Luis Diego ve los 200 pesos y en tono de burla le pregunta a la mujer por el tipo de plátanos que está hablando, que cómo se le ocurría comprar con 200 pesos plátanos que solitos valen no menos de 700, que mínimamente debió haber llevado dos mil pesitos. La mujer, humildemente le responde: -Que pena señor, es que yo no soy de por aquí y plátanos nunca tuve que comprar en la vida, porque de dónde venimos los hay por montones. Simplemente es estirar el brazo y dar un machetazo para coger lo que uno necesite -. Luis, arrepentido de su actitud, vio en Blanca una persona de prendas extremadamente humildes, pero que, a pesar de su evidente pobreza, exhibía mucha limpieza y una dignidad muy propia de las mujeres de otros años, de las que ya se ven muy pocas en la ciudad de Medellín. Él al ver la expresión nostálgica y vacía de quien tenía al frente, no dudó en preguntarle por su historia.


Blanca llevaba no más de quince días en la ciudad, con dos hijos, a quienes tuvo en su juventud, los cuales no quisieron quedarse con sus padres porque se aventuraron a buscar mundos distintos, con mejores oportunidades y quizás un poco desleales e ingratos para lo que se espera de la familia. Partieron para Bogotá con la promesa de mandar dinero a la primera oportunidad. Estaban solos don Tulio y ella.


San Vicente había quedado atrás, atrás quedaron la vida, los cultivos, los animales y tantos recuerdos de una tierra que perteneció a Tahamíes y Catíos, a campesinos y montañeros, a guerrilleros y violencias… Blanca recuerda mientras evoca y revive -Me queda en la boca el dulce sabor de las frutas del clima de mis tierras, del fríjol, la papa, el maíz, todo que desaparece en la amargura del humo, la soledad y el desapego. No siente uno que haga parte de algún lado, más raro eso, no es algo que uno toque con las manos, ni algo que se pueda explicar, pero la sensación está presente en la mente y el corazón.


Blanca, con poca vergüenza y hasta con confianza, le empieza a relatar a ese desconocido para ella, pero aquel que todo el mundo saluda, su historia, con tonos y matices de todos los colores. Luis Diego, curioso por ese acento en el que resalta ese seseo, un uso seguido de diminutivos en el que la panela se convierte en panelita, el chocolate en chocolatico y el pueblo, por muy grande que sea es pueblito; y tono con el que se expresa la pelinegra y de un tono de piel que hace alusión a su nombre le da paso con un “cuente a ver pues qué la trajo por acá”.


La mujer empezó, olvidando por completo a lo que iba a la tienda o que en su casa la esperaban unas papas y un pedazo de yuca para hacer algún caldo o ingeniárselas para el almuerzo. Luego de un suspiro, Blanca dijo: - ¡Ay, si supiera! Uno en esos momentos de tanta angustia, que si se pone a ver, no han menguado, se armaba en la cabeza unas historias de otro mundo, ¡Jum!- Al ver la cara curiosa de don Luis Diego, procedió a explicarle - Vea, le cuento. Yo llegaba y me armaba en la cabeza historias y unos relatos, no sé si mi Dios los ponía ahí para distraerme de esa cruda y violenta realidad. Yo me veía como una mujer aventurera, me hacía la idea de que me alegraba haber dejado atrás el campo y la tierra, estar cerca de la civilización, pero no funcionó. La imaginación después de un tiempo me empezó a pesar, no estaba contenta y no era esa una aventura. A pesar de eso doy gracias a Dios y la Santísima Virgencita, yo no lo puedo creer, no me puedo quejar por perder todo aquello que dejé, son cosas materiales, sigo viva y mis hijos y esposo también.


- Blanca continúa con relatos de esos típicos de la gente narradora de historias, y aun cuando no había dado ni la una de la tarde, se sentía una frescura en el ambiente que amañó a los conversadores y que parecía invitar a Luis Diego a seguir preguntando y a Blanca a contarle, siguiendo un hilo de experiencias, personas y lugares.


- Ante nosotros se extendía la carretera, construida por esa gente berraca que con sus mulas cargaban productos del campo y todas esas mercancías para comercializar en otros lugares y que, de a poco y con esfuerzo fueron haciendo a puro perrenque todas esas rutas por las que pasamos. -Esos arrieros tan pilosos y macancanes- Comenta Luis Diego con un aire de emoción en sus palabras y deja a Blanca proseguir-Una maravilla, ¿no Le parece Don Luis? - ¿Qué cosa? - Que la naturaleza, los caminos, las chanclas y sandalias se acostumbren tanto a un lugar que con el tiempo lo hagan propio. Con los pies se marcó un camino, al que le siguieron la herradura de los caballos y lueguito las ruedas y llantas. Esa es la esperanza que tengo, que, así como ellos, con el ¡Arre! que hacía avivar el paso de las bestias, armaron sus tierras a punta de lucha y sacrificio, yo quiero armar la mía.


El municipio del que llega Blanca es un lugar católico como fue encomendado en esos tiempos de los Ceballos Rojas, quienes lo fundaron bajo el nombre del santo Vicente Ferrer. Pueblo al que en las mañanas envuelve una niebla espesa que incita a un chocolate caliente hecho en aguapanela y una arepa en leña como solo la saben hacer esas manos campesinas. Está encaramado en las montañas del oriente antioqueño y se rodea de sirirís, armadillos, ardillas y animalitos de monte que es tan común ver cuando a penas se asoma el sol. -De mi boca sale lo que mis ojos le contaron y es que no hay persona que yo llegara a conocer que no quisiera esos campos, parecía un cariño como al de la propia madre.


- Tulio, llegando a la casa se dio cuenta de la ausencia de su mujer. El corazón se le aceleró, los ojos no veían nada más que destellos borrosos de la calle entre lo que parecía una total oscuridad. -Blanca, Dios mío, ¿Dónde se metió esta mujer? Preocupado por no encontrar a su ñata, llama a la vecina con la esperanza de verla allá sentada. No estaba. La cara pálida de Tulio delataba su miedo y angustia, pero que, con unas palabras de Teresita, se le aviva la mirada y a paso rápido arrancó para la tienda del famoso del barrio, Luis Diego.


Viendo un poco el enredo, Luis Diego, que cambiaba de turno con su hermano para atender el negocio, invita a su casa, a un almuerzo de esos que tienen de todo un poquito a los esposos. Con evidente pena, reciben la invitación que les ofrecía la muchacha Carolina, esposa de Luis. Comieron entre risas y halagos para quien había cocinado tan sabroso almuerzo y que completó, a última hora con dos huevos fritos para que quedaran bien llenos.


- Y, doña Blanca, para ver si se nos puede unir a la charla mi mujer, si no le molesta. Le conté por encimita su historia y le interesó mucho –habla el dueño de la casa y nuevo amigo de la pareja. Sin necesidad de una afirmación que confirmara, se sentaron todos repartidos entre la sala y el comedor a escucharla. -Pues claro que sí, ni que faltara más.


Las mañanas de mi niñez empezaban a las cinco de la mañana, con un viento frío, frío, pero del que siempre fui confidente, es un amigo que, desde su ruido consolador, pasa llevándose cada secreto y susurra en su naturaleza los mejores de los consejos, aquellos que cada uno lee, comprende e interpreta lo que quiera entender. Y así nos encontrábamos diecisiete niños en la sala de la casa, con frío, sueño, lagañas en los ojos y la cabeza para un lado rezando el rosario con mi papá y mi mamá. La infancia fue maravillosa, entre canciones de la radio que solo funcionaba para dos emisoras en la que se mantenía escuchando al Dueto de Antaño, un grupo de otro pueblo del que no me acuerdo del nombre y a punta de esa música, sonidos y voces nos criamos trece hermanos- Carolina le ofrece un vaso de agua a Blanca, toma un trago, despeja su garganta y continúa - Mi mamá tuvo veinte partos, que con el tiempo o sin necesidad de él, la vida de esos hijos se le fueron yendo. Muchos de mis hermanos no lograron nacer, murieron bebés o la desgracia y la violencia los fueron matando. - para el momento, nadie interrumpe, todos tienen sus ojos enfocados en Blanca y su modo de mover las manos y hacer gestos mientras habla. Tal vez existe uno que otro intercambio de miradas entre los espectadores a modo de asombro, pero no hay una sola palabra que se atreva a cruzar por el apartamento, o al menos no una que no perteneciera a esa mujer.


Ella continúa - En este momento se me hace difícil recordar, no puedo o es probable que no quiera hacerlo, pero de ahí en adelante, mis memorias están reunidas entre cosas y anécdotas familiares y algunas que empezaban a ser diferentes - Ay doña Blanca, me disculpa que la interrumpa, pero en qué sentido diferentes- Catalina le habla con voz suave y una timidez bastante notoria- por eso no se preocupe que de la pregunta se aprende y es que imagínese que San Vicente era un muy buen exportador de papa y cada sábado llegaban los carros que surtían a otros pueblos y en una volqueta de esas, un muchacho flaco, con el pelo largo y moreno, que se mantenía fumando me empezó a parar bolas, no me interesó en un principio, pero me buscaba y me buscaba cada ocho días que subía. Ese flaco resultó ser más buena gente de lo que pensaba y a parte resultó también siendo mi esposo y el papá de mis hijos. - Unas risitas de todos los presentes aparecieron a las casi 4 de la tarde de aquel día, pero tanto era el amañe que no se pensaba ni en la hora, ni el trabajo, ni las responsabilidades. Era un ratico para contar, y esos momentos que no se atrevía a interrumpirlos ni la urgencia de volver al trabajo, las ganas de ir al baño o de volver a la casa a terminar con responsabilidades. - Blanquita, sígales contando que ya está que llega al final-


- Bueno, Tulio. Pasaron los años y pasó el tiempo, estábamos ya ubicados, con unos lotes en los que sembrábamos de todo un poquito papa, maíz, un pedacito con fríjol y hasta teníamos unos palitos con frutas, el que más quería yo, y es que cómo no hacerlo si eso era una delicia era el de guayabitas de tierra fría. Pero no nos desviemos. Ese miércoles santo, sin imaginarnos nunca que el toque brusco de la puerta pertenecía a quienes nos hicieron mover y dejar, migrar y abandonar, desplazar y fragmentar memorias. Esa voz gruesa que gritaba con desespero palabras que no me atrevo a repetir, porque son dolorosas, porque son violentas y aprietan el corazón y los recuerdos, cosas que ni la cabeza a terminado de entender y los pies ya andan corriendo, las manos agarrando de todo, que a la vez termina siendo nada y los ojos, sin tiempo para llorar, buscan un lugar donde acomodarse o averiguar para dónde pegar.


La confianza se sentía en el ambiente, Luis Diego y Catalina se animaban a participar, Tulio interrumpía para no dejarle olvidar cositas importantes de la historia a Blanca. Pero, que nostalgia, el día se oscureció y así como vino con un aire que refrescaba el barrio, también llegó con una despedida de buenos amigos salidos de una tarde bochornosa, sin tener con qué completar el almuerzo y una angustia transformada en un gusto para las personas en esa sala.


Tantas remembranzas que me llenan de una esperanza que no me explico cómo se ha mantenido. Tengo la ilusión- Y la terquedad, interrumpe Tulio- Y la terquedad, le repite Blanca entre risas... de que en algún momento de mi vida regresaré a mi tierra en paz.


 
 
 

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